Lo último que hizo aquel hombre de mente pequeña y corazón de hielo, que en sus últimos años parecía haberse convertido en un viejecito frágil y desvalido, fue volver a echarle la culpa de todo a la masonería. Se asomó al balcón, perdido dentro de aquel uniforme en el que había sitio de sobra para tres como él, y lo dijo con su vocecita: “Todo lo que en España y Europa se ha armao obedece a una conspiración masónico-izquierdista, en contubernio con la subversión comunista-terrorista en lo social, que si a nosotros nos honra, a ellos les envilece”. Y se quedó tan ancho.
Lo que se había armao (quema de embajadas españolas, una protesta internacional como jamás se había visto) no era culpa de la masonería, ni del célebre “contubernio”, ni de nadie más que de él: unos días antes había mandado matar a cinco seres humanos para que escarmentásemos todos. Era septiembre de 1975. Como había dicho tantas veces, su pulso no tembló. O mejor dicho, sí tembló, pero nada más que por el parkinson.
El descrédito de la masonería es lo único que, a fecha de hoy, le salió bien a aquel desdichado. Ninguna de las ideas que defendió o puso en marcha, ni una sola, permanece en pie. Solo sus 40 años de calumnias contra una asociación de personas libres, que goza de un bien ganado prestigio en todas las viejas democracias del mundo, empapó a la sociedad española lo bastante como para que hoy, en la segunda década del siglo XXI, una gran cantidad de ciudadanos de nuestro país siga mirando a la masonería con recelo. Eso sí le salió bien al Caudillo... y hay que admitir que con la inestimable ayuda de los propios masones españoles, que siguen extraordinariamente divididos y que se empeñan, todavía hoy (no todos, desde luego; menos mal), en velar sus actividades tras una niebla de misterio que no se ve ya en casi ninguna parte del mundo. Si a eso se añade el fanatismo de la extrema derecha y del sector más cerril y paleocristiano de la Iglesia católica, grupos que jamás se han preocupado de enterarse honesta y verazmente de qué es la masonería (y de qué no es), el resultado no podía ser sino el que vemos. Todavía abundan las personas de buena fe que creen sinceramente que los masones adoran al diablo, pisan crucifijos, bailan alrededor de cabras y hasta devoran niños en sus tenidas. En serio.
Hoy, 79 años después de la sublevación de Franco contra la República, la pregunta es: ¿qué le pasaba a aquel hombre con la masonería? ¿De dónde venía semejante obsesión, aquel odio inextinguible que no lo abandonó jamás?
Los historiadores han hecho su trabajo (me refiero a los historiadores de verdad, no a los perroflautas de la ciencia histórica, sean píos o césares) y la respuesta está, hoy, clara.
La obsesión patológica de Franco contra la masonería procede, en primer lugar, del rencor personal. Franco intentó hacerse masón dos veces en su vida. No tiene nada de extraño. Muchos de sus compañeros de armas lo eran. Había, incluso, un dicho malévolo que se repetía en los cuarteles: “¿Quién es masón? El que está delante de ti en el escalafón”.
La burla.
Franco, un joven y brillante militar africanista, pretendía no solo medrar sino asegurar su posición en una España convulsa. Y se le ocurrió que la masonería podía serle útil. A mediados de los años 20 pidió su iniciación en una logia de Larache llamada Lukus. Los militares masones le dijeron que sí, que muy bien. Pero era una burla feroz. Le hicieron gastarse una pequeña fortuna en túnicas bordadas y en adornos absurdos, y al final, a la hora de la verdad, lo despidieron entre risotadas: cómo iban a permitir que aquel trepa sin escrúpulos se hiciese masón.
El futuro Caudillo se tragó la bilis y años más tarde, ya general y en Madrid, volvió a intentarlo. Era 1932. Ahí lo rechazaron desde el principio. Si a eso se añade que su hermano y su padre eran masones, las piezas encajan. Su hermano era un tipo brillante, un héroe romántico y de ideas peligrosas, que tenía un enorme éxito con las mujeres. Además, había sido uno de los que votaron en contra cuando Francisco trató de hacerse masón por segunda vez. Y su padre era el golfo que abandonó a su esposa (Franco idolatraba a su madre) y se fue a vivir con otra. Está claro. La obsesión de Franco con la masonería era una cuestión personal, un rencor de las vísceras que iba mucho más allá de lo leído en los furibundos escritores clericales del XIX. Era odio.
Lo curioso del asunto es que Franco debe su larga dictadura a algunos masones. Sin ellos, habría caído antes de que terminase 1945. Un libro magnífico (Franco contra los masones, de XaviCasinos y JosepBrunet; MartínezRoca, 2007) revela qué hubo de verdad en aquella frasecita cursi del “contubernio judeomasónico” contra España. Mejor dicho, contra él.
Sí existió. Desde 1921 funcionaba en Ginebra una organización llamada Asociación Masónica Internacional (AMI), constituida con el impulso de la prestigiosa Gran Logia Suiza Alpina. Eran pocos hermanos y de diversos países. Algunos eran judíos. El gran canciller a finales de los años 30 era el suizo JohnMossaz, y la AMI estaba contra la dictadura de Franco lo mismo que contra Hitler o Stalin: la vieja aversión de los masones contra las dictaduras. En 1940, ante el curso de la guerra, la AMI se trasladó a Lisboa.
Y allí se produjo el toque surrealista. El hermano portugués de la AMI estaba casado con una señora llamada A. de S., una ferviente católica y franquista a machamartillo que se pasaba la vida copiando las actas de las reuniones masónicas a las que asistía su marido y enviándoselas a Franco. Terminaba sus cartas así: “Quién como Dios”. Este argumento de sainete permitió al Caudillo estar al tanto de lo que se cocía en el “contubernio”.
La verdad es que se coció muy poco. Aquellos masones imaginaban que, a su llamada, las logias españolas (exterminadas) levantarían al pueblo contra el dictador. No sucedió nada de eso. La AMI vivía en un mundo de fantasías que concluyó en 1945, en la cumbre de Potsdam, cuando el masón Winston Churchill
y el masón Harry Truman (sucesor del masón Franklin D. Roosevelt en la presidencia de EEUU) decidieron mantener en el poder al antimasón Franco ante el riesgo evidente de que el antimasón Stalin se merendase España si se entregaba el poder a Juan III. Los masones de la AMI se enfadaron muchísimo con sus hermanos Churchill y Truman, pero dio igual: a estos dos masones debe Franco su largo mandarinato. Luego se dedicó, con Carrero Blanco, a escribir delirantes artículos en el diario Arriba con el seudónimo de Jakin Boor (parodia de dos símbolos masónicos). Eso y nada más fue el famoso “contubernio”. Eso y miles de cadáveres ofrecidos durante décadas en el altar de un rencor patológico. Hoy, cuando se piensa en sacar los huesos de Franco del Valle de los Caídos, la aún pequeña masonería española crece. La Historia, a veces, tiene estos detalles.
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